Confieso que me ha hecho llorar
No pude evitarlo. Cualquiera diría que los temas iban abocados a un final así, de llanto. Las conversaciones mantenidas entre Valentín Fúster y José Luís Sampedro, y que han sido reflejadas en el libro “La ciencia y la vida” iban tratando temas vitales con una excelente conjugación entre lo puramente biológico y lo social, como si de un mismo organismo se tratara.
Desde luego que razón no les falta puesto que sólo somos eso, la evolución por asociacionismo de un microorganismo.
Hablan de la importancia de cierto sosiego en este mundo trepidante, de mantener conversaciones abiertas, de las de compartir nuestra vida o, como escriben los autores, de “la abertura del individuo en su profundidad anímica, en una transmisión de sinceridad que conecta con la amistad y el amor”.
De cómo un equilibrio entre la reflexión (unos momentos para parar el reloj y pensar sin distracciones en nuestras cosas, ejercitar el cerebro, la lógica…), el ejercicio físico por el cuerpo y la relajación (ocuparse del componente espiritual que tenemos: religión, yoga, etc.) nos puede permitir una vida mejor y, quizás, algo más larga.
Y, desde luego, entre muchos otros temas, de la vejez y la muerte. De cómo afrontarla y de cómo la viven los demás. Y aquí, en este capítulo anterior al epílogo, rompí a llorar. Comentan la no aceptación generalizada de la muerte como parte del proceso vital y de cómo, por esa razón, nadie muere ya en casa. Y es cierto, todos hemos perdido familiares, y en mi caso, ha sido en hospitales.
Pensándolo despacio compartí mucho tiempo con ellos pero sí que me hubiera gustado poder pasar también esos últimos momentos. Les recuerdo y me doy cuenta de que siguen ahí, aquí. Y que mientras esté vivo, las raíces que dejaron en mi alma me acompañan día a día en pensamiento y, a veces, en sentimiento: con lágrimas.
Y rompí a llorar.